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20.10.10

Decisiones apresuradas

Me encontré frente la multitud, la mayoría de morado y no sabía a dónde dirigirme. Tenía que encontrarme en máximo dos horas con G y el tiempo parecía no ser suficiente para el viaje que me esperaba si continuaba viendo a la multitud caminar como tambaleándose con la imagen a cuestas del Señor de los MIlagros. Concluí que si no podía tomar alguna combi por el Paseo Colón tendría que tomar alguna otra ruta alterna. El tiempo me ganaba y mi prisa por encontrarme con G, se acrecentaba. Decidí entonces tomar el metro. Aquel paradero subterráneo donde me había encontrado varias veces con G me daba un ambiente familiar, muy conocido. Decidí llegar cuanto antes para tomar la ruta hacia la Av. Javier Prado. Al caminar me vi envuelto en la multidtud de morado, involucrado en el caminar cavilante y meditabundo de los transeúntes devotos al Cristo de Pachacamilla, que no es sino otro nombre que le otorgan. A mi alrededor flanqueado por policias que observaban por la conducción de la multitud, madres de familia con alguna prenda morada, padres de familia con sus hijos menores en hombros, parejas enamoradas observando la imagen y el humo del incienso que se elevaba como una columna etérea. Intentaba camianr lo más rápido posible mas no era suficiente, pues el ritmo era el mismo. Me escabullí poco a poco para llegar al Parque de los Museos donde me encontré con un Mercado improvisado de ambulantes que ofrecían todo tipo de productos, desde chocolates hasta un baile de un mono maquizapa que vestía un tutú. En pocos minutos logré ingresar al subterráneo y me sentía salvo de que el tiempo otra vez estaba a mi favor.

Ya en el bus pensaba en mi recorrido una vez que llegue al paradero. Tomar una combi hasta el Jockey Plaza y luego de ahí hasta el Puente de Santa Anita donde tomaría otro carro que me llevaría casa en una hora por lo mucho, el viaje en síntesis estaba programado en dos horas y no tendría necesidad de presionar al chofer para que conduzca más rápido ni preocuparme por el flujo del tráfico. Llegué a la parada del autobús y subí las escalera para estar en la pista que me llevaría a la siguiente escala, hice un paseo por puentes peatonales de unas dos cuadrs y media y me encontré en un corredor escoltado por edificios que ostentaban una arquitectura modesta y moderna. Tomé la combi que me llevaría al Jockey Plaza. En aquella combi estaba un personaje de un metro de estatura que vendía chocolates y animaba a los pasajeros a conseguir algún asiento vacío sólo por el hecho de haber subido al vehículo, naturalmente todos los asientos estaban ocupados. Me aferré al pasamanos y al echar un vistazo a los viajantes me percate que había una jovencita muy parecida a Marcia que estaba hablando por teléfono, pensé en saludarle pero me percaté que no era ella. Sólo recordé que Marcia ya estaría a muchos kilómetros de acá. Estaba por llegar al paradero del Jokey Plaza pero decidí bajar antes. No sé por qué, tal vez más tarde le asignaría una explicación.

Al bajar en el Trébol de Javier Prado me vi envuelto en un subir y bajar por rampas en espiral que sin lugar a dudas me llevaría a donde planeaba pero después de un pequeño tour por los jardines que le rodean. En uno de esos subeybajas me encontré con una señora, ya de edad adulta que buscaba un paradero que le llevaría a la Av. Elmer Faucett. le recomendé ir por una rampa y que tomará un linea de carros. ella accedió y me agradeció. Tal vez por eso tuve la necesidad de bajar antes, pensé. Me percat{e que la luna me observab tras un velo de niebla, continué en mi camino. Una vez que llegué al paradero planeado, a la altura del Jockey Plaza, subí a un bus inmenso que albergaba a parte de los pasajeros a dos personas muy particulares y que poco esperaba encontrar.

El varón llevaba en su mano una zampoña que tocaba cuando no cantaba, y la dama cargaba graciosamente una mandolina que tocaba diestramente mientras hacía equilibrio para que el movimiento del carro no le haga caer. Cantaban alguna canción que escuché de pequeño en un restaurante campestre y que recordé unos segundos después de haber escuchado el ritmo y la melodía. Mientras las luces de los edificios y casas pasaban rápidamente por la ventana, yo trataba de adelantarme a la letra de la canción. Simplemente, sonreí y luego me apresuré a bajar a mi destino parcial. Ya estaba a una hora de viaje y mientras tanto recién habían pasado treinta minutos. Era tiempo de enfrentarme al movimiento del Puente de Santa Anita.

Ya en el paradero consentí en caminar en medio del tumulto que se forma en el puente, poco a poco sin intentar pisar en falso avance hasta llegar al camino de la ruta inferior del puente. Caminé una cuadra a lo mucho y encontré la movilidad que me llevaría a casa. Sospeché que no tardaría mucho y felizmente así fue. Luego de una hora de viaje y ya estando en mi casa descansando de todo el trajín del día recordé que doce horas antes me había despedido de G en el subterráneo del metro, ahora nos encontraríamos sonriendo y compartiendo gratos momentos. Incluso esta historia.

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