Después de experimentar el calor y sensación de quemarme por dentro debido a los medicamentos consumidos, propuse firmemente en mi ley conductual nunca más volver a enfermerarme, claro que fui infiel a esa promesa y una vez más hace dos días caí rendido a los pies de Hipócrates pidiéndole clemencia para que no me hiciera daño en recompensa a mi mala relación con el ambiente que me acoge y al clima inclemente que se le ocurre sonreir y llorar el mismo día. Hipócrates decidió dejar la decisión en sus amigos que tanto como él buscan el bienestar de quienes se limitan a pedir su ayuda y ofrecer su cuerpo en sacrificio para que hagan con él lo que deseen, lo bueno en estos términos es que ellos tienen un juramento moral que les impedirá hacer uso indebido, según lo consideren, de aquellos cuerpos patógenados.
La decisión la hice en minutos, era seguir una dosis de 7 días incluidos malestares cada vez menores o dejar que una aguja ingrese en mi organizmo permita conducir un líquido (hasta me atrevería a escrbir pócima) que poco a poco se iba a expandir entre mis células produciendo un arrebato de segregaciones, activaciones de centros bioenergéticos, rupturas microscópicas de virus(es, jajaja), y el conflicto microcelular en mi organismo que cada vez pierde sus motivos para defenderse. El líquido curativo, empieza su labor y reconozco que mi cuerpo lo reconoce y se deja llevar por su ritmo desacompasado de inducciones a que éste empiece a defenderse de aquel cruel microorganismo adquirido unas semanas antes.
La temperatura empieza a aumentar en mi cuerpo, pero esta vez parece que es diferente, parece ser la última, siento mis poros abrirse y dejar salir el sudor, aquel calor interno. Me quedo pensando en otras cosas pendientes y siento que los ojos se me cierran en una caida incontrolable hacia mi cama que me espera con las sábanas abiertas y la frazada elevada un metro sobre ella para cubrirme una vez que halla estado bien acurrucucado. Caigo a los pies de Morfeo y le pido un sueño que me permita olvidar el sufrimiento de convivir con un virus, me lo concede de puro altruismo.
Siento que escucho un sonido celestial a lo lejos, muy lejos, ese sonido que tu sabes que es celestial, también contenía violines, chelos, guitarras, violas, ah! y también los vientos como trompetas, flautas, trombones, zampoñas... en medio de toda esa música profunda, música del alma, sentí que unos ángeles venían a cogerme por los brazos y me llevaban consigo a volar, volar para olvidar los sufrimientos, llevarme a sentir cómo son las nubes, en realidad, el sueño infantil me hizo olvidar el dolor, también visitamos los lugares del mundo y poco a poco fuí reconociendo el sonido en a mi espalda de aquella sinfónica que nos seguía.
Lo último que recuerdo es que caía, caía raudamente, caía muy directo hacía el lugar donde me encontraron aquellos seres alados y virtuosos, caía a mi cama, mis brazos se elevaban debido a la fuerza de empuje tanto como mis piernas y sentía el viento en mi espalda, y caí. En aquel momento, acurrucado sobre mi cama, con las sabanas cubriéndome y el sol en mi rostro, la enfermedad me había dejado y sentía aún en mi memoría que la música estaba detrás de mi. Sabía que no estaba.
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