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15.11.09

El algarrobo (primera parte)

En el sinfín del tiempo, cuando las cosas eran y las plantas tenían emociones, inclusive podían hablar. ¿El inicio? Bueno, el inicio fue como en todos los cuentos: "Había una vez..." y es que en efecto hubo aquella vez una semilla, la que inició todo, la que se reprodujo e inició la historia, la semilla era de algarrobo que tembló en sus entrañas sobre las manos del campesino. Aquel campesino fue quien esperó mucho tiempo para plantarla, esperaba el momento en que la señal en el cielo se mostrara, la luna llena y la luz sobre la arena del desierto. La plantó de noche aquella noche de noviembre con brisa lozana, aquella noche en la que el mar se podía escuchar a lo lejos, muy lejos. Escarbó un pequeño hueco en la tierra y colocó la semilla, mientras se arrodillaba hacia la luna, que le sonrió concediéndole el privilegio de cuidar aquella planta que crecería para dar inicio a la historia. Era medianoche y el campesino decidió regresar a casa, el viento lozano le había otorgado somnolencia y ni bien entró en su casa de adobe muy propia de la zona, buscó su cama que se refugiaba en el calor de la pared opuesta a la entrada, y descansó.

A la mañana siguiente, el sol estuvo radiante, al otro lado del cielo se observaba la luna, también sonriendo y perdiéndose en el cielo azul, al horizonte muy de lejos se veían las olas del mar que sonaban jugando entre risas. El montículo de arena aún se mantenía húmedo y resaltaba en todo el desierto, como un pequeño chinchón en la cabeza de un niño pequeño que recién aprende a caminar. El campesino inició su labor de cuidado, haciendo un cerco alrededor para que cualquier visitante, en el caso que llegara alguno, no pueda afectar la zona de siembra. Cada cierto tiempo regaba la zona con agua de un riachuelo alejado de su casa y que una vez por semana iba a recoger agua de allí, la recogía en unos contenedores grandes que cargaba en una carreta de madera. El sol de vez en cuando reconocía que daba demasiado calor y se mantenía oculto tras las nubes que aparecían de la nada y esperaba a que necesitaran de su calor para que la madurez de la plante se dé con las mejores condiciones posibles. Semana tras semana se esperaba la primera señal fuera de tierra. En el interior, la pequeña semilla intentaba con todas sus fuerzas de madurar y nacer, dejar crecer su tallo y soñaba con el día en que sus hojas lleguen a dar sombra en aquel desierto amplio. Tembló suavemente y surgió de ella la vida, vida para las generaciones de personas que en algún momento lleguen a habitar aquel lugar.

Una mañana como otras el campesino, despertó y fue a revisar el calendario que colgaba de la pared con un clavo que se sostenía "con las uñas" de la pared, se acercó y contó los días desde que había plantado la semilla y el tiempo que la estuvo cuidando. Cogió su sombrero de paja hecho por su esposa y fue corriendo al lugar de siembra donde observó un tallo muy débil y las hojas de la bella planta elevándose al cielo como dos manos juntas. Fue cuando el campesino esbozó una sonrisa en su rostro de piel raída por el clima y con arrugas por la vida feliz que llevaba y le permitía sonreir a cada momento. Decidió en su corazón cuidar del pequeño algarrobo hasta que sus días se terminen, y fue así.

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