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13.12.09

Regreso a Corleone



La música repitiéndose en su memoria sonaba muy  agradable a sus oídos. El camino, largo aún, lo podía observar desde la ventana y con la mente puesta en el ritmo, la melodía y los acordes. El cielo celeste arriba y los sembríos de cereales levantando sus ojos para ver uno encima del otro hacia el visitante en su vehículo. Un pequeño volkswagen como los que ya no se ven muy seguido, caminando a través de los campos en un camino de piedras. El conductor, bueno el conductor sólo mantenía sus ojos sobre el volante, el camino, el nivel de combustible que rogaba alcance hasta conseguir más. El viajante, en el asiento de atrás, como ya mencioné escuchando música, y dibujando en su mente el pentagrama y las notas que escuchaba, creía que la música iba con el paisaje y se dedicaba a imaginar construcciones rudimentarias en medio de la nada.


Por otro lado en Corleone, una fiesta se llevaba a cabo, y como era costumbre se reunía a todo el pueblo, que era decir unas quinientas personas incluyendo a sus visitantes esporádicos, bueno un visitante aún no llegaba, estaba en camino. Las familias se conocían muy bien y el pubelo rebosaba en alegría y solidaridad. Los Cagliardi, los Consigliere, Cantacosi y Pascali eran familias muy conocidas y, en efecto, era la festividad de una de ellas. Don Biagio Cantacosi cumplía su centenario de vida y lo acompañaban hacia la capilla para la misa dominical. El anciano vestido elegante sonreía con sus ojos lagrimeantes al templo en la plaza de Corleone, sus hijos le hablaban al oído y asintía con la cabeza. Llegó el momento del padre a celebrar la misa en honor al onomástico de la persona más antigua de la ciudad y hubo un silencio como nunca hubo, ni los niños rieron o preguntaron algo sin susurrar, mientras se realizaba el oficio sacramental. Al terminar la ceremonia, salieron cantando y bailando todos vestidos muy elegantes.


Fabrizio Cantacosi, hijo de Biagio, seguía dibujando notas en su imaginación y construyendo edificios rudimentarios a lo largo del camino que a cada momento iba acortando su proximidad. Soñaba con el sol radiante y los campos llenos de verdor y alegría, también con Adriana, la hija de Ricardo Consigliere, bella doncella que al partir le regaló una mirada que soñó con volverla a ver, cada día que estuvo en Milán, trabajando como concertista de cámara.  Regresaba aferrado a su violín, compañero de viaje, pensando que el tiempo no había pasado y ella lo esperaba con la misma mirada y en la entrada de la ciudad dónde la dejó a ella y su familia y a su pueblo. Dibujó una vez más su encuentro con Adriana y sonrió a través de la ventana hacía el paisaje inmutable del atardecer esbozando en su imaginación una vez más su encuentro con la dama. El conductor pendiente de todo lo que sucedía con su pasajero, que por cierto también era su sobrino, río para sí y continuó conduciendo de regreso a Corleone.

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