Esta vez estuve lejos, esta vez no estuve acá. Fui a conocer aquel lugar donde hace frío, aquella ciudad donde los eventos tienen otro color, un poco más azul. En viaje fue largo, tuve que probarme a mi mismo que no era tan difícil como pensaba. Claro, subir la cordillera parece difícil, sin embargo con el vehículo adecuado uno puede sentirse más cómodo y seguro. Sabía que regresaría pronto, pero creo que el hecho de estar lejos ya implicaba que el tiempo iría más lento que de costumbre. Las sinuosas carreteras que atraviesan las cumbres parecen que fueran una repetición inconstante de paisajes, un momento con eucaliptos, otro con ichu y rocas con cubierta de nieve. De pronto se descubren lagos, de pronto se observan minerales en el río, cambiándole de color a la vida, haciéndola más difícil de ser vivida. Tu voz me anima a continuar a pensar en llegar, en cumplir con lo que estoy emprendiendo este corto viaje, en regresar pronto para traer buenas noticias.
Las nubes oscuras se juntan, pintan el paisaje haciéndolo ver más íntimo, más personal, más reflexivo incluso. Llego a aquella ciudad. Llego al lugar donde las miradas profundas se diluyen en nostalgia, en desconfianza y en brillos de esperanza. Llego al pueblo donde las historias se cuentan con sonrisas y con sollozos a medias, donde las canciones tienen, como la vida misma, sus alegrías y tristezas amalgamadas. Llego para conocer los laberintos de creencias nuevas, arraigadas, empíricas y hasta místicas. El cielo se despeja por momentos, la noche cae pronto, y las luces tenues, las lámparas de kerosene y los ojos de la población se encienden. El viento libre, el aire sin color, me da la bienvenida, aprendo a respirar nuevamente. Llego a la ciudad que no tiene contraste, que es única, que me dio la bienvenida cuando nací, que me da la bienvenida con la misma energía con que me recibió aquella primera vez, cuando mis llanto se dejó oír en su aire frío, en la sombra con brisa, en el sol cálido, en los árboles verdes, completamente verdes.
Llegué también al recinto matriarcal, al hogar primigenio donde se criaron mis tíos y mi madre, donde yo viví por temporadas, viéndolo en sus pilares un castillo de paz, donde escuchas el silencio, donde te encuentras de cerca con el universo que nos rodea, ahí también llegué. Ahora aquellos pilares están más pequeños, ahora me agacho para ingresar por sus puertas, ahora las ventanas son más pequeñas que cuando era niño las miraba, ahora el jardín es jardín ya no es un bosque de juegos, ahora sigue siendo un castillo de paz, ahora ya no alberga mis cuentos, mis travesuras, ahora alberga recuerdos, ahora alberga un mundo lleno de realidades por contrastar, ahora alberga el mismo silencio sin tiempo, sin pasado, ni futuro, ahora alberga momentos de conversación sobre los cambios en el pueblo, sobre la vida de campo, sobre el sabor de la comida, sobre la visita de mis tíos, sobre los lugares donde se puede visitar, sobre el ritmo de vida, sobre la vida misma y sobre cómo Dios dirige las historias de los miembros de la familia.
Me encontré con las estrellas, en la noche. Aquellas estrellas que te conté que brillaban en un cielo despejado, mostrándose sintilantes, alegres de ser observadas, encontré al Orión, me acordé de aquel versículo de la Biblia, encontré la estela de nuestra galaxia, encontré nuestras historias, encontré en el silencio de la noche y el frío del ambiente la necesidad de tenerte cerca, de compartir contigo lo que me acontecía.
A la mañana siguiente, recordé aquellos amaneceres de niño, amaneceres con el canto del gallo y trinos matutinos, con el sonido del agua en el lavatorio de piedra, con los pasos de los agricultores afuera llevando el trabajo del día en sus hombros, llevando la esperanza de tener un buen día de labores para llevar lo cosechado a casa y preparar un plato especial para compartir con los niños que sonrientes regresan del colegio, con los rostros quemados por el sol, con la misma mirada profunda y vivaz que tienen cuando saben que compartirán tiempo con su familia en la mesa, que luego podrán salir a jugar porque las vacaciones se acercan. A la mañana siguiente el sol me abriga, en el cielo celeste descansan nubes de algodón y puedo escuchar mis pasos al caminar, al jugar con las piedrecillas del camino, al visitar la plaza del pueblo y observar que los pobladores me observan con esas miradas de reconocimiento, de escrutinio, de inquietud por saber de qué o para qué estoy en ese lugar. Pregunto por panes, me enseñan en una canasta el producto de la labor nocturna, son panes que extrañaba ver, con formas distintas, con manchas de horno artesanal, con sabores únicos e inigualables, apreciables por ser pocos, por ser diferentes. Perfecto complemento para un desayuno en aquella fortaleza de paz que me trajo recuerdos de niñez. Donde una sonrisa vale lo que debe valer, donde tomo fuerzas para el día que viene, donde aprendo de la experiencia, de una vida llena de retos, aquella vida de mi abuela, aquellas historias que enriquecen la alegría del desayuno y me animan a disfrutar de este corto viaje aún más.
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