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19.9.10

Cartas

Hace poco tuve la oportunidad de rebuscar en el ático algunas cartas que dejé de escribir por múltiples motivos. Amarillas, raídas por el tiempo, con olor a naftalina, otras con la tinta ininteligible y algunas más escritas a lápiz; unas cuantas en papel blanco, en ese entonces claro está, y otras en papel rayado y cuadriculado. Y en vez de deshacerme de aquellas misivas inconclusas, me propuse leerlas y comprender el contexto en el que las estuve escribiendo. Encontré algunas fotos también, de cuando era joven, mis manos arrugadas apretaron el papel fotográfico con los temblores incontrolables que mi cerebro produce. Entonces fue cuando recordé poco a poco cada evento.


Recuerdo cuando tenía diez, era pequeño tanto como lo soy ahora, tal vez un poco menos, la vitalidad de ese entonces la llevaba en mis piernas que estaban dispuestas a caminar por tanto lugar donde fuera posible por querer descubrir secretos por entender cómo funciona el mundo en el correr del río en la caída de una roca por una pendiente o en el ponerme de pie y verificar si podía alcanzar el cielo con mis manos (me parecía tocar el celeste del cielo con certeza de saber que iba creciendo cada vez más). Todo a mi al rededor tenía muchos colores hasta que llegaba la tarde que tornaba en naranja el ambiente debido al ocaso, luego la noche también tenía sus colores sobretodo cuando llegábamos corriendo a los columpios a jugar. Todavía no escribía nada, pero esa foto, de mi jugando en el parque, la puse junto a una carta que le escribí a mi primera novia.


Ella tenía catorce y yo trece, nos conocimos en la bodega de la esquina, yo regresaba de jugar fútbol con mi pelota de paños pentagonales blancos y negros y entré a comprar helado a la tienda, me acerqué al señor que atendía y ella estaba cogiendo su vuelto y llevaba en un bolsa blanca el encargo de su madre: dos bolsas de fideos tallarines. La miré con la boca abierta, ella sonrió, me sentí pequeño (lo era, unos centímetros menos que ella). Se percató de mis piernas empolvadas por el juego y sacó de su bolsa blanca un monedero donde guardó el vuelto que acababa de recibir, me sonrió de nuevo, esta vez me sentí grande con su sonrisa y se alejando dejando volar sus cabellos lacios en el aire. Cerré la boca, me percaté que el señor de la bodega quería dormir pronto y estaba de mal humor, le pedí el helado de vainilla, mi favorito, que costaba cincuenta céntimos y me fui pateando mi pelota de paños pentagonales blancos y negros, pero esta vez con un ritmo más vivaz. La volvía a encontrar a los dos días de nuestro primer encuentro. ahí fue cuando supe cómo se llamaba: Arantza. Cada letra de su nombre retumbaba en mi cabeza, "se llama Arantza" me decía cada 3 minutos, mientras caminaba. Nos encontramos en el parque ella salió a jugar con sus amigas con una pelota de vóley que su madre, una señora delgada y con un peinado muy alto que la había parecer aún mas alta y delgada, le había comprado. Mi amigo Ramiro conocía a una de sus amigas y me dijo que sería divertido quitarles la pelota por un momento sólo para molestarles, yo asentí. Ramiro se acercó y les pidió jugar también y su amiga le miró con extrañeza, lo pensó 4 segundos y dijo "ya, pero si pierdes te vas". Ramiro sonrió malévolo y me miró indicándome con su mano que a la primera que tenía la pelota me la pasaría y yo tendría que salir corriendo. Yo, levanté mi dedo pulgar para corroborar el plan. Y así lo hicimos, tal y como lo habíamos planeado. Ese día corrí como nunca antes y me percaté de su nombre cuando una de las chicas le llamó para avisarle que me empujara para recuperar su pelota. Y así lo hizo, felizmente yo tambaleé y pude recuperar el equilibrio pues no me empujó con mucha fuerza, siempre delicada y con sus cabellos lacios que me hacían perder la noción del tiempo. Antes de recuperar el equilibrio total me senté en el pasto del parque para descansar calculando el tiempo en que se demorarían en llegar para quitarme la pelota aunque demoré en reaccionar alguien atrás de mi, alguien a quien no había visto se avalanzó y me quitó el esférico y las chicas que me perseguían llegaron para darme manotazos suaves como para amedrentar, aunque sabiendo que les había agradado correr un poco y el hecho de perseguirnos. Arantza me veía de lejos, entre manotazos le sonreí y me escapé de la furía de la lider que me había quitado el balón y venía para cobrar su venganza. Luego en el camino, repetí su nombre unas veinte veces hasta que llegué a casa y reconocí que estaba enamorado. Subí corriendo a mi recámara y miré por la ventana si pasaba por mi calle, mientras en mi escritorio había sacado una hoja de papel para escribirle una carta.


Hola Arantza (me tomé mucho tiempo para escribir su nombre, me gustó como quedaron las a en medio de esas letras tan verticales). Me llamo Javier. Te regalo el objeto que mas valoro porque me la tomó mi papá que se fue de viaje. Para que recuerdes este día como el primer día en que jugamos juntos. (Puse mi firma y luego la fecha) 23/09/1956.


No pasó por la calle, no la vi nunca mas en el barrio. Me dijeron que su mamá había conseguido un trabajo mejor y se fueron tan pronto como llegaron. No supe su apellido, no supe a donde fue. Hasta ahora conservo esta carta que nunca entregué así como el recuerdo vivo de sus cabellos lacios recogidos por el aire.


Revisé otra carta. Encontré una con un lazo verde. Mi memoria me llevó a cuando tenía 20 años y ya estaba en la universidad, vistiendo mis mejores galas para entrar a clase de Filosofía que llevábamos con las chicas de Sociología, nunca entendí porqué aquel día tenía unas ganas de atender a clase, debió ser por Fabiana. Bella dama de cabello corto y recogido por una cinta que le daba mucha seriedad a su apariencia recatada pues vestía sencilla y con colores enteros y sin muchos artilugios. Le dije a Ramiro que me gustaba aquella dama, el me dijo: Javier, creo que recién estas madurando muchacho. Adelante es muy bonita y creo que podrán ser amigos. Reí y me acerqué a Fabiana. Le invité a tomar helado después de clases. Ella aceptó y me dijo que le gustaba el de vainilla, yo le dije que también era mi favorito. Conversamos durante mucho tiempo después de haber terminado los helados. Luego, en mi afán de establecer hitos en el tiempo para que las historias perduren le entregué una tarjeta que tenía preparado siempre en el compartimento de mi cartapacio donde llevaba mis apuntes de mi curso. Ella sonrió y me alagó por mi letra elegante y luego sacó un lápiz y en una hoja escribió: Hoy conocí a Javier Salinas, me contó de su padre, un viajero sin destino y de su madre una trabajadora incesante. Me alegra haberla conocido en este momento en el que me siento tan sola lejos de casa. Lo aprecio mucho. Fabiana Linares. Sacó un lazo pequeño parecía de la misma tela que sujetaba su cabello y envolvió el papel como un rollo antiguo. Luego hizo un nudo sencillo y sin muchos artilugios, como ella vestía y como se mostró en la conversación. Tres años después nos casamos.


Escribí un libro sobre la Historia de la Literatura en el Perú. Empecé con mi autor preferido, Ricardo Palma, aún conservo los manuscritos de aquel libro del cual mucho me hablaron mis amigos que dejé en el camino de la vida por motivos que no resumirían en tres líneas. Algunas frases que escribí para Fabiana por nuestros aniversario, aún se destiñen en este baúl. Y creo que tendré mucho por escribir, para ella. Y para nuestros hijos que ahora están de en el extranjero estudiando sus posgrados cada cual. Luis, Ricardo y Arantza Sofía, la menor. 

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