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14.5.09

Cuando hace frío...

Hace dos días empezó a hacer frío. La mañana acumulaba neblina en su cielo celeste y las ventanas filtraban una brisa fría que se sentía como si estuvieran soplando suavemente sobre la piel (no me pregunten cómo lo sé). Fueron dos días totalmente extraños, demasiado activos, donde uno aprende lo que no aprendió en dos años, lo que uno nunca se percató que pudiera suceder y lo mejor de todo es que tan ocupado estuve que cada vez que quería escribir no pude.

Escribí algo en la yendo al trabajo el viernes. El sábado, fue muy especial. Y el domingo diez, Día de la Madre. Domingo en la tarde ese frío que trepa tus piernas y que luego te da escalofríos empezó a colarse mientras disfrutábamos de un partido de voley. Hasta ahí todo especial, agradable y complejo, más no absurdo. Sin embargo el lunes en la mañana ese mismo frío, esta vez un poco más intenso, empezó a inmiscuirse por la ventana y surcar mi brazo avisándome que esa mañana había llegado y que el cielo había perdido su celeste color y debió su color a la conocida frase, limeñísima, “panza de burro” tal y como la escuchaba en la radio mientras el carro donde estaba se encargaba de llevarme al trabajo.

El trabajo se dio sin problemas, a no ser por la interpretación clásicamente exagerada que tuve de la sonrisa que la maestra de inicial me regaló, yo sin querer dejar de ser cortés le devolví el saludo con mi mejor mirada, practicada frente al espejo en mi adolescencia.

El mundo dejó de girar alrededor del mediodía, pues una amiga, que espero algún día pueda ser más que amiga, estuvo muy triste pues tenía problemas con el pasado, yo dejé involucrar mis emociones mientras ella hacía catarsis y no pude aplicar mi trabajo para ayudarla, sin embargo, ella me animó diciendo una frase, siendo lo suficientemente amiga, “eres un buen sicólogo”. El mundo cayó, el vacío no pudo soportarlo más y mis emociones una vez más me traicionaron y dije lo que un sicólogo nunca debe decir y le deje entrever que la quería más que como amiga, ella se percató y dejó a un lado el pasado para confrontarme y salir de la situación como una mujer de veintidós años lo sabe hacer. Yo la besé en la mejilla y fugué con mi carga de vergüenza por no haberla valorado por intermediar mis emociones por ser egoísta y quererla para mí sin importarme cuánto ella pudo estar sufriendo. Regresé a casa a dormir.

Durmiendo sospeché que ya era otro día, más no era así, me quité la máscara de vergüenza y fui clases para observarla desde la silla de atrás y sospechar que me gusta. El frío se hizo intenso, la neblina no se hizo presente pero al parecer quería venir, el viento soplaba anunciándola y al empujar suavemente mi rostro me desperté una vez más y me di cuenta que la clase ya había comenzado, que ella estaba unas sillas más adelante y que no había cambiado nada, pues yo seguía siendo su amigo.

La noche llegó me acerqué para ver como estaba, y me contó que “mucho mejor”, había podido afrontarlo con la ayuda de una profesora, yo sonreí. Al despedirse me dijo “gracias, me ayudó mucho lo que me dijiste”, yo amarré mis emociones y sonreí regalándole mis ojos. Comprendí que sólo seríamos amigos hasta que el pasado sea superado y el presente se haga a un lado. Tal vez seamos amigos para siempre. Será motivo para demostrar que la mistad es tan valiosa como los sentimientos profundos con los que a veces llega a ser subestimada.

La historia continúa pues el frío aún no se va, sin embargo estará en stand by para no perder la razón.

zach.

Lima, 12 de mayo del 2009

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